RAMIRO OSORIO: EL ARTE DE FORJAR LA CULTURA

RAMIRO OSORIO: EL ARTE DE FORJAR LA CULTURA

En una época marcada por la fugacidad, donde lo esencial se ve desplazado por la premura y la inmediatez amenaza con diluir la profundidad del pensamiento, la gestión cultural se alza como un acto consciente de resistencia luminosa.

A lo largo de varias décadas, Ramiro Osorio ha cultivado un liderazgo silencioso, pero profundamente transformador, sostenido por una sensibilidad estética poco común y una disciplina constante, cuyo legado perdura en los cimientos mismos de la vida cultural del país. En una nación donde no siempre se honra la continuidad institucional, su empeño ha sido el de construir, pacientemente, las bases de una vida cultural seria, abierta y vinculada al destino colectivo. Ha dado forma a instituciones, festivales y políticas públicas que no celebran la cultura como ornato, sino como sustancia de la democracia. Como autor de la Ley General de Cultura y primer ministro en este campo, defendió una convicción esencial: que el arte no puede desentenderse del porvenir del país, y que la vida cultural solo cobra sentido si se inscribe en la conciencia de la ciudadanía. Esa misma visión ha cobrado forma, durante los últimos quince años, en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, convertido hoy en un faro de rigor artístico y compromiso social con proyección continental.

Con motivo del XIV Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá conversamos con él sobre lo que permanece más allá del espectáculo: la necesidad de edificar con paciencia, de asumir riesgos con sentido colectivo y de creer, como él, que la cultura es una de nuestras raíces más hondas.

El Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo cumple 15 años este año. ¿Cómo fue el proceso de darle vida al teatro y a su programación?

R.O. Desde su inauguración en 2010, el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo se concibió como un proyecto público-privado con una misión clara: ser un espacio de excelencia, riesgo artístico y acceso ciudadano. Bajo esa premisa, su programación anual se construye con más de un año de anticipación, siguiendo líneas curatoriales definidas como ópera, danza, música clásica, teatro nacional y grandes festivales. Cada temporada se diseña para transformar la experiencia del público, evitando repertorios básicos y apostando por propuestas que enaltezcan la vida de las personas.

La programación se alimenta tanto de grandes nombres internacionales —como la Orquesta de Sao Paulo o el Teatro de la Zarzuela de Madrid— como de coproducciones locales, fruto de una invitación directa a los artistas colombianos para crear aquello que siempre han soñado hacer. Además, se integran festivales del país como el Petronio Álvarez o el Vallenato, eventos comunitarios en localidades como Suba, y ciclos educativos como “100.000 niños al Mayor”, que fortalecen el compromiso social del Teatro

Este proceso, sostenido por una combinación de ingresos de taquilla, apoyo distrital, patrocinios privados y cooperación internacional, permite al Teatro Mayor operar con planificación a dos o tres años vista, garantizar la calidad técnica de sus montajes y ampliar el acceso a públicos diversos. Cada año se articula como una gran sinfonía que combina excelencia, innovación y sentido social, consolidando al Teatro como uno de los referentes culturales más importantes de América Latina.

Usted fue el artífice de la redacción y aprobación en el Congreso de la Ley General de Cultura de Colombia, convirtiéndose después en el primer ministro de Cultura del país. ¿Cuáles cree que son las principales conquistas de este ministerio desde su creación hace 28 años?

R.O. Cuando asumí la tarea de redactar la Ley General de Cultura, lo hice con la convicción de que Colombia necesitaba una institucionalidad sólida para garantizar el acceso a la cultura como un derecho. La aprobación de esta ley en 1997 fue un hito: permitió la creación del Ministerio de Cultura y estableció los principios de participación, diversidad, descentralización y patrimonio como ejes de la política cultural. Desde entonces, el país ha avanzado enormemente en el fortalecimiento de su ecosistema cultural.

Entre las principales conquistas del Ministerio en estos 28 años destaco, en primer lugar, la consolidación de un sistema nacional de cultura, con consejos de cultura, planes territoriales y mecanismos de financiación que han permitido que tanto municipios pequeños como grandes ciudades accedan a recursos y orientación técnica. En segundo lugar, la creación y expansión de programas emblemáticos como los Planes Nacionales de Música, Lectura, Danza y Formación Artística, que han impactado a millones de niños, jóvenes y adultos en todo el país. En tercer lugar, la visibilización del papel de la cultura en procesos de memoria, reconciliación, construcción de ciudadanía y desarrollo económico.

También resalto el fortalecimiento de la infraestructura cultural: se han construido y dotado teatros, casas de cultura, bibliotecas, centros de formación artística, y se ha dado un impulso importante al cine colombiano con leyes de fomento y estímulos. Colombia pasó de ser un país con una débil presencia estatal en lo cultural, a ser un referente regional en políticas públicas culturales. Aún queda mucho por hacer, pero hoy hay un Ministerio que ha hecho de la cultura un motor de cohesión y transformación social. Esa, para mí, es la conquista más importante.

Ahora bien, ¿cuáles considera que son los principales desafíos de la política cultural colombiana hoy?

R.O. Los principales retos actuales incluyen: Primero, asegurar la sostenibilidad financiera. Especialmente, tras la pandemia el Teatro Mayor ha enfrentado vivió en varios momentos «con el Jesús en la boca” y sabemos que no hemos sido los únicos. Segundo, lograr el acceso masivo a audiencias a las expresiones artísticas, especialmente fuera de Bogotá y dentro de públicos vulnerables. Tercero, volvernos más sostenibles con el medio ambiente. Nosotros en el Mayor estamos trabajando para ser un teatro verde en 2030. Por último, promover la educación artística para que más jóvenes y niños puedan beneficiarse de expresiones artísticas.  Son retos, pero los asumimos con un gran honor y sentido de responsabilidad.

Usted es sin duda uno de los más eminentes gestores culturales que ha tenido el país, ¿qué consejos le daría a los jóvenes gestores culturales?

R.O. A lo largo de mi vida he trabajado en muchos frentes —desde la dirección de festivales en México y España, hasta la creación del Ministerio de Cultura en Colombia y la dirección del Teatro Mayor—, y en todos ellos he confirmado algo esencial: ser gestor cultural no es una profesión de corto aliento. Es un compromiso profundo con el arte, con las comunidades y con la transformación de la sociedad a través de la cultura.

A los jóvenes gestores culturales, les daría cuatro consejos fundamentales. El primero: tengan una visión clara, pero estén dispuestos a adaptarse. La gestión cultural exige soñar en grande, pero también conocer el contexto, leer las necesidades del entorno y construir desde lo que hay. El segundo: piensen en alianzas. Ningún proyecto cultural sólido se sostiene solo. Las alianzas con el sector público, privado, académico y comunitario son la clave de la sostenibilidad. El tercero: no le teman al riesgo artístico ni a la complejidad administrativa. Un gestor debe moverse entre la poesía y el Excel, entre la inspiración y la planeación.

Y el cuarto, quizá el más importante: trabajen con sentido ético y compromiso social. El arte no es un lujo, es una herramienta poderosa para abrir conversaciones, sanar heridas, construir ciudadanía y generar sentido. Si logran mantener ese horizonte, podrán dejar huella. A veces los cambios se sienten lentos, pero lo importante es construir procesos, no solo eventos. La gestión cultural tiene que ver con sembrar, y tener la paciencia —y la fe— de que esa siembra dará frutos, incluso cuando uno ya no esté para verlos.

Señor director, usted ha dirigido festivales culturales en México, España y Colombia, para usted, ¿Qué impacto tiene el Festival de Música Sacra de Bogotá en el panorama artístico y cultural colombiano?

R.O. El Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá es, sin duda, una de las joyas culturales más singulares que tiene el país. A diferencia de otros festivales que se centran en géneros específicos o circuitos tradicionales, este festival apuesta por algo profundamente necesario en el mundo contemporáneo: generar un espacio de encuentro entre las tradiciones espirituales del mundo a través de la música. Es un festival que no solo celebra lo sagrado en términos religiosos, sino también lo sagrado como aquello que une, que conmueve y que da sentido.

En el panorama artístico colombiano, el Festival ha sido pionero en muchos aspectos: ha traído a Bogotá músicas de las tradiciones sufí, budista, cristiana ortodoxa, indígena, hebrea, entre otras; ha mezclado repertorios históricos con creaciones contemporáneas; y ha integrado a artistas de más de 25 países, junto a agrupaciones nacionales de gran calidad. Todo esto lo ha convertido en un referente latinoamericano en el campo de la música espiritual y en una plataforma que promueve el diálogo intercultural y la reflexión profunda desde lo estético.

Pero el impacto va más allá de lo artístico. El Festival de Música Sacra genera una atmósfera distinta en la ciudad durante su realización. Nos invita a la pausa, al recogimiento, al respeto por la diferencia. Es una forma de habitar Bogotá con otra sensibilidad. En tiempos de polarización, este festival recuerda que la música cuando nace del espíritu tiene la capacidad de acercarnos, de sanar y de abrir horizontes de comprensión mutua. Esa es, para mí, su mayor fuerza transformadora.

De todos los conciertos que el Festival de Música Sacra de Bogotá ha producido, ¿cuál es el que más recuerda y por qué?

R.O. De todos los conciertos producidos por el Festival de Música Sacra de Bogotá, el episodio que más destaco es el que inauguró el VII Festival, cuando se presentó el prestigioso Coro de la Fundación Princesa de Asturias, dirigido por José Esteban García Miranda. Este evento marcó un punto de quiebre al traer a Colombia una agrupación de altísimo nivel internacional.

Este concierto destacó por su repertorio sacro de tradición española, ejecutado con limpieza vocal y una expresividad profunda. Fue un llamado al recogimiento, la admiración por lo clásico y la excelencia técnica, pero también conectó emocionalmente con el público bogotano, proporcionando una experiencia casi litúrgica en la sala. Esa noche se confirmó que Bogotá podía dialogar, desde lo sacro, con las mejores tradiciones corales europeas.

Ese concierto evidenció varios ejes fundamentales del Festival: la apertura a repertorios globales de música sacra, el fortalecimiento de espacios simbólicos de reflexión colectiva y el elevado nivel técnico que puede alcanzarse al combinar talento nacional con invitaciones internacionales.

El Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo será anfitrión de tres grandes momentos durante el XIV Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá (FIMSAC) este año: La inauguración del Festival con la ópera Nabucco de G. Verdi, una producción del Teatro Mayor en alianza con la Asociación Nacional de Música Sinfónica (ANMS) y el FIMSAC; también presentará junto con el Festival la ópera barroca The Fairy Queen de Henry Purcell con la Orquesta Les Arts Florissants, bailarines de la Compagnie Käfig de Francia, bajo la dirección de William Christie, y la coreografía y dirección de escena por Mourad Merzouki y, por último, el Réquiem de J. Brahms en alianza con la ANMS y el FIMSAC.

El tema de este año del FIMSAC es “La Gloria”. Cómo cree usted que estás tres grandes producciones se vinculan con esta temática?

R.O. La temática de este año del Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá propone una reflexión amplia y profunda sobre aquello que trasciende lo humano: lo sublime, lo espiritual, lo luminoso. En ese contexto, las tres grandes producciones que tendrán lugar en el Teatro Mayor no solo dialogan con esta idea, sino que la encarnan desde perspectivas distintas del repertorio universal.

“Nabucco” de Verdi es una ópera profundamente espiritual aunque no litúrgica. Su trama aborda la opresión, el exilio y el anhelo de libertad, elementos que convergen en una forma de gloria colectiva: la de un pueblo que canta su esperanza en medio del dolor. Es una producción poderosa y emocional, donde la gloria se manifiesta como redención y fuerza del espíritu frente a la adversidad.

“The Fairy Queen” de Henry Purcell, interpretada por Les Arts Florissants bajo la dirección de William Christie, representa otra forma de gloria: la del gozo, el juego, el deseo, la naturaleza. Esta ópera-ballet barroca, inspirada libremente en El sueño de una noche de verano de Shakespeare, ofrece una experiencia sensorial y mágica. La participación de la Compagnie Käfig, con su fusión de danza urbana y contemporánea, aporta una dimensión visual que eleva lo fantástico a un plano casi celestial. Aquí, la gloria se expresa en la celebración de la vida y la belleza.

Finalmente, el Réquiem de Johannes Brahms, interpretado por la Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Nacional, es una de las obras más conmovedoras del repertorio sacro. Brahms no escribe un réquiem católico tradicional, sino un mensaje profundamente humano como es el consuelo para los que sufren. La gloria aquí no está en la majestuosidad del juicio final, sino en el sosiego, en el abrazo a la fragilidad humana. Es una gloria íntima, luminosa, serena.

Estas tres obras permiten al público recorrer un arco emocional y espiritual completo: del sufrimiento colectivo a la esperanza, de la exuberancia festiva a la contemplación. Cada una, a su manera, ofrece un acceso a lo glorioso, no como triunfo externo, sino como experiencia transformadora del alma. Y ese es, precisamente, el corazón del Festival.

Por: Jorge Piotrowski

www.festivalmusicasacra.com
@festivalmusicasacra
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